LA GANANCIA DE LA PÉRDIDA

Era una mañana fría y, como todas las mañanas, se levantaba temprano para ir a la universidad. Lo que más detestaba de su ritual matutino era meterse en una ducha sin terma en pleno invierno. Una ducha caliente y un café pasado eran dos lujos que no podía darse viviendo en Pamplona Alta. Su casa quedaba en la parte alta de un cerrito cerca del Cristo que se erigía en la cima; y hasta ahí sólo llegaba el agua en cisternas que se almacenaba en tanques que se acomodaban en los techos. Así que no había otra alternativa que duchase rápido y salir corriendo si quería alcanzar la combi que pasaba a las 7.15 para llegar puntual a la universidad . Allí no sólo tomaría sus lecciones de pedagogía, sino que estaría cerca de Daisy, su compañera de carpeta, de quién estaba enamorado.

Pero esa mañana no sería igual a todas -aun que aparentemente comenzó como todas-. Mientras viajaba iba pensando en Daisy y en lo primero que le diría apenas la viera. Nada lo distraía; ni siquiera los gritos que el cobrador hacía para llenar la combi de pasajeros. Ni los ruidos de las bocinas de los autos, camiones, motos y moto-taxis que pasaban por allí o esperaban impacientes el cambio del semáforo. Nada. Se acomodó en un asiento cerca de la ventana para ver los postes pasar e imaginar su futuro con Daisy. Todo era igual hasta que oyó un ruido intenso y sintió un impacto fuerte que lo arrancó de su asiento y de sus pensamientos. Lo que vino después no estaba claro, no lo recordaba bien. No recordaba, por ejemplo, el ruido de la sirena de la ambulancia, ni el de la policía que llegó 15 minutos después del accidente; como tampoco recordaba el murmullo de la gente que se acumuló alrededor de la combi siniestrada. Mucho menos recordaba el sonido casi imperceptible que hacían los celulares por cada foto que le tomaban.

 

Cuando despertó se dio cuenta que estaba en la cama de un hospital con una pierna rota. El dolor que sentía en la parte baja de la espalda le hizo preguntar por lo sucedido. Le dijeron que la combi en la que viajaba colisionó con un tráiler y un bus interprovincial. No era el único herido pero sí el más grave. Tuvo suerte- dijo la enfermera. Él comenzó a llorar.

 

Mientras permanec en el hospital muchas cosas pasaron por su mente. Por un lado, se sentía afortunado de haber salido con vida de ese triple choque que le dejó -además de una pierna rota- una fractura en la parte baja de la columna y una hemorragia interna de alto riesgo. Sentía agradecimiento por los médicos que lo operaron exitosamente en tres ocasiones. Por otro lado, se sentía angustiado, triste y muy preocupado por las secuelas del accidente. Sentía temor de perder la movilidad de sus piernas y el control de su cuerpo. Imaginarse discapacitado le resultaba escalofriante; imaginarse sin Daisy le hizo perder el sentido de vivir.

 

Cada día de los tres meses que pasó recostado en la cama del hospital pensó en todas sus pérdidas: sin pierna, sin movilidad, sin profesión, sin trabajo, sin matrimonio, sin hijos. Su sueño de ser un profesor de primaria estaba llegando a su fin. Se sentía abandonado por Dios y se preguntaba ¿por qué? Pensar en sus pérdidas lo hacían sentirse miserable. Pensar en una vida sin Daisy lo hacía sentirse infeliz. Se sentía perdido. Ya nada tenía sentido. 

 

Sin embargo, no todo era pérdida. Cuando sus amigos de la universidad, sus vecinos e incluso su pastor se enteraron del accidente se inició una interminable peregrinación de visitas. Daisy se encargó de organizar esas visitas. En cada una de ellas recuperaba algo de alegría y fe. Con cada palabra de aliento, cada sonrisa, cada oración que sus amigos hacían por él, su esperanza se fortalecía. Poco a poco iba recuperando su deseo de vivir. Pero no fue hasta que sal del hospital que comprend por qué salió vivo de ese accidente. Fue durante la charla motivacional del australiano Nick Vujicide que la luz se abrió paso en medio de tanta oscuridad. Ver y escuchar a un hombre sin brazos y piernas decir que su vida tenía un propósito y que ese propósito era enseñarle al mundo a ser agradecido fue realmente impactante. Él no perdió ambas extremidades en un accidente, Él nació así. Y, sin embargo, no se rindió. Tenía una esposa que lo amaba y cuatro hermosos hijos que estaban orgullosos de él. En pocas palabras: era feliz.

 

Fue allí que comprendió que no debía rendirse; que su vida tenía sentido a pesar de sus pérdidas. Conmovido y sollozando se prometió a sí mismo que no renunciaría a su sueño de ser profesor, con piernas o sin ellas sería un excelente profesor. Durante los dos años que duró su rehabilitación su actitud cambió. Ya no sentía la tristeza ni la angustia que lo sumían en la depresión, todo lo contrario, sentía unas enormes ganas de vivir. Con mucho esfuerzo logró graduarse de la universidad y, una vez recuperado, asumió el cargo de promotor, director y profesor durante 4 años en el colegio fiscal que se abrió bajo la cobertura de la Municipalidad de Pamplona Alta. Después de casarse con Daisy trabajó en diferentes colegios como profesor de aula y en diferentes proyectos educativos promovidos para su Municipalidad. Hoy, en medio de la pandemia, imparte clases por internet.

 

Daisy se siente orgullosa de él, su hija también. Sus amigos y vecinos lo miran con respeto. Él se siente agradecido con la vida por la oportunidad que le dio. Después de lo vivido no tiene problemas con el infortunio, la clave está en no rendirse, en echarle ganas y seguir adelante. Con esfuerzo y fe las pérdidas se transforman en ganancias.

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