EL REGALO DE ANITA

Fue una sorpresa recibir, en la entrada a su edificio, un pequeño paquete envuelto en papel de regalo. Y más sorprendente aun fue leer el nombre de su remitente: Anita. Era una amiga entrañable, una ex compañera de colegio, una ex enamorada, mejor dicho, un ex amor platónico, madre de una hija estudiante de medicina y un hijo abogado. Ella le había enviado un CD de Thalía con aquellas canciones que solían escuchar en la casa de él cuando aún eran estudiantes de secundaria. Abrió la puerta de su departamento con algo de prisa pero con la suficiente cautela para no dar la impresión de que comenzaba a ponerse ansioso. Cuando por fin entró fue directamente a colocar el disco en el equipo viejo que compró en una navidad pasada. Se sentó en el sofá que heredó de su madre y se dispuso a disfrutar de su regalo.
 
Thalía era una de esas artistas mexicanas que marcaron una época o, para ser más preciso, marcaron su generación, para ser más preciso aún, lo marcaron a los dos. Escuchar nuevamente a Thalía, sentado en ese mismo sofá, pero esta vez sin ella –físicamente- pero con ella –mentalmente-, fue indescriptible. La canción le hizo viajar en el tiempo y a medida que viajaba iba recuperando lo que los años se llevaron de su juventud: su pelo y su fibra muscular. Era un regalo indescriptiblemente bello. A medida que sonaba una canción tras otra, la melodía lo iba envolviendo en mil recuerdos.
 
La inimitable voz de Thalía se mezclaba con las imágenes que se agolpaban en su mente. La belleza y juventud de la artista se confundía con la belleza y juventud de ella. La intensidad de la composición musical se hilvanaba con la intensidad con la que ella asumía la vida. La precisión de cada instrumento ejecutando se asemejaba a la precisión que ella le imprimía a cada una de sus decisiones. Todo hacía parecer que ella era su Thalía. Y lo era. Nunca se lo había dicho, pero esa era la verdad. Y así, sus recuerdos se confundieron con sus nostalgias, su sonrisa con sus lágrimas y, a la  distancia, su memoria se confundió con su felicidad. Es decir, el regalo terminó siendo una máquina del tiempo que, al regresionarlo, terminó confundiéndolo todo. Ahora él se sentía Perales y hasta quería componer una canción.
 
Hacía mucho que no sabía nada de ella y por eso su regalo le supo a agua fresca. Aunque no había muchos detalles en su escueto mensaje que vino junto con él, estaba seguro que estaba bien, que era feliz y que tenía muchos logros que contarle. Como impulsado por una fuerza externa que lo arrancó de su asiento fue de prisa a buscar alguna información de ella en el Internet. Después de navegar y descartar a otras Anitas, por fin descubrió que tenía una cuenta en Facebook. Fue una pena que no encontrara ninguna foto de ella en esa cuenta, pero imaginó que seguía hermosa como la última vez que la vio. Cómo olvidar aquella sonrisa suya que se esforzaba por ocultar el sabor amargo de su despedida. Estaba seguro que hoy sus sonrisas eran abundantes, sus amarguras insignificantes y sus despedidas pasajeras. Estaba seguro que era feliz, no porque la felicidad le hubiera dado el encuentro, sino porque ella se esforzó por encontrarla, como lo había hecho siempre.
 
Ella seguía viviendo en la misma ciudad que los vio crecer, en cambió él migró a la capital por razones de estudio. Aquella ciudad era un pequeño puerto custodiado por la Isla Blanca y el Cero de la Paz. Era una hermosa ciudad con olor a mar y sabor a cebiche. Aquel pequeño puerto fue el testigo silente de las caminatas que hicieron al colegio. Sus calles sin asfalto registraron para la posteridad aquellas jugadas magistrales que él hizo cada tarde de futbol callejero. Su cielo nocturno fue cómplice de aquellas épicas escapadas que ambos hicieron a la discoteca de moda: El Happyday. Y los viejos faroles, de sus mil veces gastados postes de luz, cerraron sus ojos para no verlo pasar otra vez camino a la casa de ella sólo para charlar de cosas "sin importancia". Es que charlar de cosas sin importancia era el pretexto perfecto para ser feliz. Sin embargo, abrieron grandes los ojos cuando vienron que los dos se estrechaban conmovedoramente en un abrazo sincero de despedida. Esos mismos viejos faroles, acostumbrados a asumir su invariable rutina, esperaban verlo pasar otra vez camino a la casa de ella, esta vez para hablar de cosas de "suma importancia": lo que dejaron de vivir.
 
Desde que dejó su casa materna y se aventuró a viajar por el mundo no ha dejado de hacerlo. Viaja como si tuviera una misión. Ha caminado por diferentes tipos de senderos observando, preguntando, investigando. Aunque ha probado los nuevos, sin embargo, prefiere los senderos viejos y viaja llevando consigo un equipaje ligero con la esperanza de ver la vida, la belleza de la vida, en medio de tanta confusión. “Son senderos viejos pero sabios”, suele decir. Por esos senderos viaja feliz y sereno. Para él, viajero empedernido, los nuevos son modernos y complejos y, aunque están asfaltados y tecnificados, no llevan a ninguna parte, mejor dicho, llevan a todos lados y a ninguno a la vez. La modernidad transita por esos caminos poniendo pautas a sus transeúntes y la modernidad siempre resulta ser agobiante. No es que la modernidad sea una desventura, lo desaventurado es que se agobie a la humanidad en nombre de la modernidad. Por ese camino lo ligero se vuelve pesado y lo pesado insoportable. Para viajar por allí hay que estar a la moda: tener el carro de moda, el teléfono de moda, la ropa de moda y hasta la cara de moda. La modernidad en tales términos es exigente y muchas veces intolerante. Si no estás a la moda la modernidad se burla de ti, te hace bullying, te estigmatiza.
 
Después de confirmar que la cuenta era efectivamente de ella le envió una invitación para ser ciber-amigos. Era la forma moderna de estar en contacto. Ahora la podía tener en el celular y podía hablar con ella a la hora que quisiera: en el auto, en la oficina, en la playa, en el cine, en el baño, es decir, en todas partes. Esto es lo maravilloso y lo terrible la modernidad. Si no se controla bien, la modernidad puede terminar siendo agobiante e insoportable. Juntamente con la invitación le dejó un corto mensaje: “Querida Anita, gracias por el CD, es un regalo maravilloso, disfruté mucho escuchar nuevamente a Thalía. No sé cómo me encontraste pero me alegra que haya sucedido. Estoy bien. Vivo tranquilo y viajo ligero. Espero que uno de estos tantos caminos por los cuales suelo transitar me lleven nuevamente a tu puerta para recitarte poesía. ¡Sí, poesía! Como en aquellos días. Pero hasta que ese momento llegue te envío la siguiente canción. Disfrútala”.

 
 
 

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