¡NO VOY A BESARTE!

Esa fue la advertencia que la estudiante de inglés le hizo a su novio cuando él, traviesamente, le propuso tomar otra ruta para llegar a su casa. Esa nueva ruta, por supuesto, le tomaría unos minutos más para estar con ella antes de despedirse. Pero, su decisión estaba tomada, no lo besaría así dieran mil vueltas alrededor de su casa antes de entrar. Estaba cansada físicamente, agotada mentalmente y algo mal humorada por los síntomas que preceden al período menstrual. Era comprensible que en tales circunstancias no tuviera ganas de besar a nadie. Lo único que quería era llegar a casa, quitarse los zapatos, tomar algo caliente y meterse en la cama. Los besos podían esperar.

Él, que no entiende de síntomas femeninos, insistió un poco; ella, que no tenía fuerzas para iniciar otra pelea, asintió, no sin antes espetarle su advertencia: "¡no voy a besarte, ah!". Tal advertencia, si no fuera entendida en su respectivo contexto, se podría calificar de mezquindad, de desamor. Pero, ella no es mezquina, todo lo contrario, es una mujer dulce, pródiga y generosa en el amor. Si hasta conserva la foto del novio que más la hizo sufrir.

La velocidad de sus palabras lo confundieron al inicio y, sin embargo, se esforzó por no sentirse herido. Él estaba seguro que ella lo amaba sólo que esa vez estaba algo indispuesta. Comenzaron a caminar los doscientos metros adicionales que significaba ir por otra ruta. Él intentó hacerla reír con el propósito de cambiar su ánimo; ella estaba decidida a no sonreír ni siquiera un poco, eso sería visto como un signo de debilidad y hasta de complacencia. Él fracasó en su intento. No había forma de cambiar su actitud. "¿Qué ilusión hay en dar una caminata sin siquiera darle un beso a tu novia?", pensó. "¿Será que está saliendo con otro?". No se animó a preguntar. Cuando se conocieron ella no tenía ningún compromiso, le dijo que estaba sola. Él no preguntó más, ese detalle era suficiente. Él suele confiar en las palabras de las personas. Estaba convencido de su valor y creía que si se perdía el valor de la palabra se perdía la esencia de ser humano. Caminaron en silencio los primeros cien pasos.

El silencio resaltaba el sonido armonioso de sus pisadas: tac, tac; tac, tac. Era una armonía que no conjugaba con el latido de sus corazones; cada uno de ellos tenía su propio ritmo y compás. Toda la ilusión de verse nuevamente se empezaba a desvanecer. El curioso aparatito que planeó regalarle para facilitar sus clases de inglés por audio esperaba en silencio. Había planeado darle una sorpresa, pero esta vez la sorpresa fue sorprendida. Ella seguía ofuscada, él caminaba confundido. De pronto, y casi como un susurro ella dijo: "perdóname por gritarte, no quiero tratarte mal". Él se acercó, la abrazó y respondió: "perdóname tú por ser tan exigente". Se consolaron mutuamente con un abrazo sincero.

Ella lo besó tiernamente. Era un beso suave y delicado que amenazaba extinguirse discretamente. Pero, no. En un giro inesperado o quizá impulsada misteriosamente por las fuerzas poderosas de sus circunstancias el beso se tornó apasionado, tenía la fuerza de un huracán y la pasión de un volcán en erupción. Se besaron como suelen hacerlo los amantes que saben que van a morir mañana. Él terminó algo desaliñado, pero feliz; ella se entusiamó tanto que comenzó a llorar. Llegaron a la puerta de su casa, ninguno se animó a tocar. Ella le dio un beso más y le dijo "te amo". Henchido de amor y extasiado de fe le respondió "yo también te amo". Él, tomó el bus, se sentía súper bien. Ella, se metió en la cama, se sentía súper mal.